UN GRUPO DE QUIJOTES

En esta ocasión intento trazar una breve semblanza sobre primer curso de oficiales egresados de la Escuela General Santander, alma mater, de la Policía Nacional, promoción bautizada con el nombre del impetuoso guerrero caraqueño con alma de volcán a quien debemos gratitud por su generoso sacrificio y quien, de paso, debe estar revolcándose en su tumba al contemplar el cotidiano desastre en el que los ignorantes e incapaces han convertido la patria de sus primeros amores. En efecto, el primer curso de oficiales egresados de la recién inaugurada Escuela de Policía lleva el nombre de “Simón Bolívar” que distingue a sus integrantes como un grupo de pioneros que marcaron un sendero preñado de hitos gloriosos que resultan evidentes cuando observamos las alturas a las que ha llegado la Policía Nacional en el concierto de las más reconocidas y apreciadas instituciones al servicio de los colombianos.

Parecen lejanos esos días de 1940 cuando 51 jóvenes oficiales luego de soportar riguroso internado, múltiples series de tendidas, “currucas” y vueltas a la escuela, vestidos con el abrigador pero pesado “pelo de burro”, luego de tolerar, sin chistar, la sádica emboscada del peluquero de turno y de lucir con rubor una cabeza coronada con el infamante motilado tipo “chuler”, herencia de militares prusianos de principios del siglo XX, semejante al que luce Kim Jong-Un el “Supremo Líder” norcoreano y después de recibir diariamente órdenes, algunas arbitrarias e insensatas de brigadieres que patentaron principios tan inmutables como dogmas, entre los cuales el primero que se aprende y aplica a rajatabla es el de la inexplicable pero imperiosa necesidad de “saludar todo lo que se mueva y pintar todo lo que no se mueva”, sin olvidar el fundamento rector de la supervivencia en el plantel, que desde el primer día se marca a fuego sobre la frente del cadete, según el cual “El brigadier siempre tiene la razón. Puede estar mal informado, poseer esa rara mixtura entre bruto y bestia, ser una cabeza hueca irredento, terco, ignorante y hasta anormalmente estúpido, pero nunca podrá estar equivocado…”

Luego de superar y sufrir con paciencia de cartujos todos esos escollos y aguantar a los insufribles brigadieres Luis Ospina Navia, Antonio Arciniegas Castilla y al brigadier mayor Hernán Cortés Rigueros, personajes, muy ajenos, la verdad sea dicha, al estereotipo “brigadieril” antes señalado, cual convencidos Quijotes y voluntariosos alfareros de la paz, desfilaron orgullosos por las avenidas del Instituto, aún sin pavimentar, luciendo la primera barra de su nuevo rango sobre sus hombros y dispuestos a devorar el mundo a dentelladas y ya armados caballeros, tomar rumbo hacia el quehacer del trabajo policial y a afrontar la rudeza del campo y las calles de pueblos y ciudades para ofrendar siempre su sudor y cuando fue necesario sus lágrimas y su propia sangre al servicio del pueblo de Colombia. Luego de su permanencia en los nuevos claustros, bajo la orientación de su primer director, el doctor Luis Andrés Gómez y bajo el mando de los capitanes Luis Nieto Umaña y Emiliano Camargo Rodríguez, alcanzaron sus metas 51 cadetes que coronaron el propósito de convertirse en los primeros oficiales de la Policía Nacional egresados de su propia escuela de formación. Durante mis años como alumno de la escuela y en mis primeros grados como oficial subalterno conocí a algunos de esos pioneros, aún en servicio activo, entre ellos, a Antonio Arciniegas Castilla, Juan Félix Mosquera Mosquera, Bernardo Camacho Leyva, Ernesto Polanía Puyo, José Antonio Ramírez Merchán, Luis Eduardo Ospina Navia y Víctor Alberto Ramos Barrera. Tuve el honor de trabajar ocasionalmente a sus órdenes y recibir las enseñanzas de cinco de estos forjadores de historia policial, a quienes me referiré apelando a recuerdos y anécdotas, más propios de la “petite histoire” institucional que, del nutrido inventario de realizaciones ampliamente conocidas, como paradigmas del derrotero policial colombiano de todos los tiempos.

Al primero que conocí fue al coronel Juan Félix Mosquera Mosquera, a la sazón director de la Escuela General Santander, gentil y cumplido caballero de la más rancia estirpe payanesa, señor entre señores, maestro reposado y tranquilo que imponía su autoridad con la amable disposición de un buen padre de familia. Quienes fuimos sus alumnos y descubrimos el amor por la Policía Nacional bajo su égida, lo vimos escalar a pulso hasta alcanzar el grado de Mayor General y desempeñarse como Subdirector General de la Institución en épocas difíciles, surtidas de amenazas y peligros de todo género. Por desgracia su impecable vida se extinguió prematuramente, aupada por la trágica desaparición de dos de sus seres más queridos, en un absurdo accidente de carretera que en su momento sentimos a su lado todos los que conservamos tan gratos recuerdos de su siempre ejemplar y gallarda presencia.

El Mayor General Bernardo Camacho Leyva, recientemente fallecido, fue miembro de una prestigiosa familia bogotana de servidores de las fuerzas armadas colombianas, entre los cuales vale mencionar a sus hermanos los generales Alberto y Luis Carlos Camacho Leyva y a su cuñado el General Gustavo Matamoros D’Acosta, ministros de Defensa los dos últimos y al General Gustavo Matamoros Camacho, hijo del anterior. Bernardo Camacho Leyva forjó su brillante carrera policial en medio de tormentas que superó airosamente gracias a su talante de comandante irrepetible y su firme sabiduría de planificador y estratega. Desde el momento en que en el grado de Teniente tuvo a su cargo la defensa exitosa de las instalaciones de la Escuela General Santander durante los luctuosos sucesos del 9 de abril de 1948, inició su meteórico ascenso hacia las más altas cumbres y comprometedoras responsabilidades de dirección y mando de la Policía Nacional. Entre las responsabilidades más destacadas confiadas a su conducción, estuvo la dirección de la Escuela de Cadetes, la Jefatura del Estado Mayor y por último la Dirección General de la Policía Nacional con el grado de Mayor General, cargo en el que exhibió siempre su fino don de gentes y el genio de administrador juicioso y acertado, además de una capacidad de mando indiscutible que permitió a la institución sortear tempestades y ganar espacios definitivos de aprecio y respeto en el concierto nacional.

La autoridad del Director General de la Policía Nacional adquirió durante su gestión un halo de respetabilidad y firmeza en una época de violencia insensata que asoló los campos de gran parte del territorio nacional. Bajo su dirección la institución continuó abriéndose paso a codazo limpio por sendas ricas en espinas y abrojos que, no obstante, lograron fortalecer el imparable progreso institucional alcanzado desde entonces. En lo personal, guardo en mi corazón gratitud perenne por particulares gestos de bonhomía y generosidad que tuvo el General Bernardo Camacho Leyva para conmigo en momentos coyunturales de mi vida profesional que comprometen, pasados tantos años, una deuda moral incancelable con un Director General genuinamente interesado por el bienestar y progreso hasta del más modesto de sus subalternos. Paz en su tumba.

El coronel Ernesto Polanía Puyo, fue así mismo un oficial modelo de virtudes profesionales, cultor de la honestidad a toda prueba, adorno indispensable en cualquier oficial de policía a cuya responsabilidad se confían la vida, la honra y los bienes de los miembros de una comunidad. Polanía Puyo dejó la impronta de su rectitud administrativa en todos los cargos que le fueron confiados. Lo conocí como Jefe Administrativo de la Institución, responsabilidad en la que manejó con tino y exquisita delicadeza los recursos presupuestales de la Policía Nacional y donde dejó huellas indelebles que trazaron la senda de las futuras políticas administrativas institucionales, atenidas a normas éticas de pulcritud y transparencia ejemplares.

El Coronel Polanía Puyo se destacó desde los primeros peldaños de su vida profesional, pues generosamente entregó a la causa policial lo mejor de su equipaje, su propia sangre,  cuando en la ya mencionada tragedia del nueve de abril de 1948, como Teniente de planta de la Escuela General Santander, acudió presuroso al cumplimiento de su deber, en este caso a la riesgosa tarea de defender el Palacio de la Policía Nacional, sede de la Dirección General de la Institución de la agresiva turba que amenazaba con tomarla por asalto a sangre y fuego, evento durante el cual recibió una gravísima herida de fusil en la mandíbula, emergencia que, dadas las circunstancias imperantes, solamente pudo ser atendida médicamente doce horas después de sucedido el percance.

En esta situación, el joven y valeroso teniente Polanía Puyo debió soportar con estoicismo espartano indescriptible sufrimiento que lo mantuvo al borde de la muerte dada la profusión de sangre derramada, condición agravada por encontrarse dentro de un recinto sometido al constante asedio de una descontrolada y enloquecida turbamulta. Afortunadamente el Altísimo tenía reservados para él más elevados designios que le permitieron superar con entereza y valor tan grave trance y de paso le otorgó a la Policía Nacional la rica oportunidad de contar por muchos años más con su tacto de inigualable administrador y su inolvidable imagen de policía responsable, recto y ejemplar.

Mayor Antonio Arciniegas Castilla, oficial de Carabineros, de quien atesoro intacto el recuerdo de su imagen erguida y su particular señorío. Era todo un caballero, jinete elegante y fervoroso seguidor de los más caros valores de la caballería contemporánea. Su tallada figura sobre los lomos de un corcel, hubiera podido servir de modelo a un bronce de Mariano Benlliure o a Gustav Doré, cuyos grabados ilustran las primeras ediciones de las aventuras del ingenioso Hidalgo de la Mancha. Días antes de su muerte, mientras desempeñé el cargo de director de la Escuela Nacional de Carabineros, tuve la oportunidad de invitarlo a una ceremonia programada exclusivamente para imponer sobre su pecho de carabinero raizal y enamorado perdido de la especialidad policial montada, el Distintivo Especial de los Carabineros de Colombia, situación que notoriamente conmovió hasta las lágrimas su viejo y cansado corazón de cruzado. Algo muy adentro me hizo sentir siempre un tanto culpable de su deceso, ocurrido días más tarde, habida cuenta de que las emociones, aunque provengan de las más gratas instancias, también pueden matar. Si tal fue el caso, Dios y mi Mayor Arciniegas Castilla me lo perdonen.

Aparece además en mis recuerdos la figura del Teniente Coronel Luis Eduardo Ospina Navia, conocido dentro de la Institución con el afectuoso apelativo de “Che Ospina”, dada su pasión por el fútbol y en particular por Millonarios, ese mítico “ballet azul” de la época de El Dorado, el de Diestéfano, la “Saeta Rubia”, Pedernera, Julio Cozzi, Néstor Raúl Rossi, Pedro Cabillón y Gabriel Ochoa Uribe, “Ochoita”. El fútbol de la selección Colombia de esos tiempos, cincelado a punta de fracasos, goleadas y “triunfos morales”. Cuánto hubiera gozado el añorado “Ché Ospina” con el nuevo fútbol colombiano, el del 5 – 0 en Buenos Aires, el de las genialidades del Tino Asprilla durante sus intermitentes etapas de equilibrio, el de las locuras del más loco de los arqueros y los pase–goles del “Pibe” Valderrama, trazados con la contundente frialdad y precisión de un teodolito. El “Che Ospina”, que en materia de fútbol andaba siempre dos latidos atrás del aneurisma, seguro hubiera muerto varias veces de emoción al ver en acción a la selección de Peckerman cosechando laureles en los elevados estadios del nuevo deporte colombiano con su rico surtido de malabaristas modernos que a diario tejen sus preciosos bordados y labores sobre los verdes gramados de los escenarios más prestigiosos del mundo.

Pero la guinda del pastel en esta brevísima remembranza del Coronel Ospina Navia y como postrer homenaje a su amor por el fútbol, es bueno recordar la ocasión en la que fue destinado en comisión de estudios  de varios meses en la Academia Internacional de Policía de Washington, cuando, antes de viajar, tuvo la edificante precaución de dejar una autorización escrita para que durante su ausencia, su esposa cobrara directamente en la pagaduría el 25% de su mesada en pesos colombianos, ya que el 75% restante se giraba en dólares al propio oficial al lugar de su comisión en el exterior. Cuando la buena señora, luego de hacer los cálculos respectivos, se acercó a reclamar su parte del salario, notó una drástica disminución de ese 25% que esperaba, por lo cual le reclamó al pagador, quien pacientemente le explicó la razón de la precariedad de los emolumentos recibidos.

“- Señora, lo que pasa es que su esposo autorizó que parte de su sueldo se girara cada mes a favor del equipo de fútbol de una comunidad muy pobre del sur de la ciudad que el coronel Ospina ha patrocinado, costeándoles de su propio bolsillo los uniformes, los guayos, las medias, los balones, los “suspensorios”, las naranjas y hasta las vendas y el linimento de los masajes…”

Naturalmente la sorprendida señora, que en un principio no apreció para nada la generosidad de su esposo, se retiró de la pagaduría mascullando bajito maldiciones de frustración y disgusto, para luego explotar ya en voz alta: “-No me molestaría tanto si me entero que mi marido gasta parte del sueldo manteniendo alguna “moza”, pero que este desgraciado destine lo del arriendo y el mercado para alcahuetear a once sinvergüenzas, vagos y muertos de hambre que en vez de estar trabajando pierden el tiempo corriendo en calzoncillos detrás de una pelota, eso si que no estoy dispuesta a aguantárselo…”

Dios permita que mi coronel Ospina Navia, quien en vez del corazón de oro sólido que le adivinábamos, probablemente tenía un balón de fútbol en el pecho, allá desde lo alto o allá desde bien abajo, donde quiera que se encuentre, mire con indulgencia la irreverente temeridad de mi infidencia. Y de paso aprovecho para recomendarle que desde allá le haga fuerza a su Millonarios del alma, que, en estos momentos, por cierto, anda tan necesitado de su intercesión y sus plegarias.

Autor: Coronel  RA  Héctor Álvarez Mendoza

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