SEMBLANZA DEL General MIGUEL ANTONIO GÓMEZ PADILLA

Por el Coronel Héctor Álvarez Mendoza

Honrosísima tarea la que nuestro presidente, el Señor General Mauricio Gómez me ha impuesto en esta ocasión, mediante la cual, nuestra respetada y venerada Academia Colombiana de Historia Policial, atendiendo una de sus principales obligaciones y respondiendo a los dictados del sentimiento general y unánime de sus asociados, ha tenido el buen juicio de recordar, destacar y reconocer los méritos de un servidos público de las calidades humanas y profesionales del Señor General Miguel Antonio Gómez Padilla, Director Emérito de la Policía Nacional de Colombia.

Ante la comprometedora dimensión de semejante tarea, confiada a mis escasas luces, se amontonó en mi mente una pesada mixtura de gratas experiencias, sentimientos memorias y vivencias amables, conquistadas durante años de cercanía física y espiritual a un forjador de ideales, formador y conductor de policías de todas las tendencias, especies y colores, un aplicado y cumplido alfarero de la paz, un sembrador de esperanzas y cultor del buen gobierno, apóstol arador de principios y cosechador practicante de valores policiales al servicio de los colombianos.

Todos somos testigos de sus ejecutorias como planificador y estratega de los objetivos y logros más importantes de la Institución con ocasión de la vigencia de la constitución de 1.991 y la posición conquistada por la policía nacional en la nueva carta magna. Igualmente estuvimos a su lado en algunos de los momentos más difíciles y comprometidos de la historia reciente, cuando nuestra patria y sus principales instituciones sufrieron los peores ataques de una delincuencia narco terrorista desbordada, agresiva y peligrosa, a pesar de lo cual, el Señor General Gómez Padilla conservó siempre su pausado equilibrio y la bondad y riqueza de sus modales.

Es por ello que, por ahora, voy a permitirme la licencia de saltarme a la torera, algunas alusiones biográficas suficientemente conocidas por quienes hemos tenido el honor de conocer de cerca sus andanzas y realizaciones, desde su natal y recordada Lorica, su fructífero paso por las aulas del seminario menor de Yarumal, sus estudios secundarios en Cartagena, sus coqueteos, carantoñas y amables triquiñuelas y volantines para conquistar el corazón de Rosarito, su tesoro más preciado y su aterrizaje de cabeza en la ilustre comunidad de los “Macabros”.

Apreciados académicos y amigos presentes, les recuerdo que “Macabro” era el amable apelativo aplicado a los jóvenes bachilleres que tenían la suerte de ser reclutados para prestar durante un año el servicio militar en el batallón Miguel Antonio Caro, el “MAC” como se decía coloquialmente, situado en terrenos de la Escuela de Infantería de Usaquén, dentro del complejo también conocido como el “Cantón Norte” de Bogotá, a donde eran convocados los bachilleres de los orígenes más calificados y prestigiosos del país entre ellos futuros gobernantes, legisladores y magistrados de las más altas cortes de nuestro sistema judicial colombiano, quienes al final de la jornada, obtenían por derecho propio, el grado de subtenientes de la reserva de las fuerzas militares de Colombia.

Y fue precisamente esta unidad militar, la que anualmente se convertía en un virtual coto de caza de las academias y escuelas de cadetes de las fuerzas militares y de las fuerzas de policía colombiana, que por todos los medios pintaban pajaritos en el aire y apelando a toda suerte de argucias publicitarias, delicias, halagos y promesas, intentaban seducir a los mejores subtenientes de esa fraternidad para que se unieran a cualquiera de las escuelas que lograra conquistar su admiración y su simpatía.

Uno de mis más recordados y respetados superiores, el señor Mayor Mario Castillo Ruíz convincente expositor, malabarista de la palabra y el argumento “seductor”, en alguna ocasión nos relataba con entusiasmo contagioso, la experiencia vivida en el teatro patria del Cantón Norte, abarrotado de “macabros”, aún con rastro de la infamante “Schuler” en sus cabezas, donde tuvo que compartir parlamento y peroratas de culebrero con los magos de las escuelas militar de cadetes “José María Cordova”, de cadetes de aviación “Marco Fidel Suárez” de Cali, y la Escuela Naval de Cadetes “almirante Padilla” de Cartagena, quienes como modernos flautistas de hamelin, pretendían llevar tras de sí y con rumbo a sus respectivas academias a los seducidos y encandilados reclutas abrazados a su causa.

En el escenario, Castillo Ruíz debió escuchar con paciencia las bellezas expuestas por el oficial de la Escuela Militar, encantando con su verbo a la ansiosa y joven audiencia, que embelesada, imaginaba fanfarrias de pífanos, clarines, cornetas y tambores que acompañaban los cañones, las gloriosas marchas, las impetuosas cargas de caballería, las batallas, las conquistas y la gloria.

Y como si eso no bastara para calentar el ánimo de los muchachos presentes, seguía el turno del orador de la armada nacional que luciendo impecable uniforme de marino, transportaba a los atentos candidatos a la inmensidad de aguas misteriosas, más allá del mar de los sargazos y los embarcaba en viajes imaginarios, escoltados por delfines y sirenas a puertos muy lejanos, para lo cual de vez en cuando dejaba escapar la promesa de la esperanza marinera de encontrar “en cada puerto un amor”.

Pero el éxtasis de la audiencia llegaba cuando tomaba la palabra el brillante aviador, conquistador del aire y del espacio, en este punto los jóvenes subtenientes ya estaban al borde del paroxismo y de las lágrimas, tal el entusiasmo despertado por la descripción de logros y realizaciones de tan garbosa hechura sobre prestigiosas vocaciones militares de tan elevada estima, valor, trascendencia y leal servicio, reconocido por todos los colombianos.

Y en último término, le correspondía tomar la palabra al policía, quien, en vez de batallas gloriosas, vuelos supersónicos, mágicos viajes espaciales, mares inexplorados y puertos deslumbrantes, les habló de los rigores de un patrullaje policial en una calle desolada, una noche lluviosa y en medio del azote permanente de vientos helados, de esos que cortan la cara como cuchillas de afeitar. Les describió las emociones y angustias de convertirse, sin más herramientas que sus manos desnudas, en asistente ocasional de una parturienta dentro de una radio patrulla o en un zaguán cualquiera o en la riqueza irremplazable de convertirse en confesor ocasional de un moribundo abandonado.

Recuerdo que el mayor Castillo Ruíz nos mencionaba que luego de escuchar esa sincera oferta de sacrificios, ganancias y privilegios espirituales, propios de tan singular sacerdocio policial, el auditorio quedó congelado y estático, como suspendido en el silencio, luego de lo cual, segundos después, espontáneamente de pie todos los asistente, estalló el teatro patria en una clamorosa tempestad de aplausos y ovaciones solidarias  con el policía que se atrevió a hablarles con el corazón en la mano, sinceramente y sin dobleces. Sobra agregar que la cosecha resultó rica y abundante.

Sospecho que fue en alguna de estas excursiones cinegéticas, en la que la Escuela de Cadetes de Policía General Santander, logró echarle el lazo al alma de nuestro homenajeado, y a lo mejor, con la audacia de su gesto, le arrebató a la santa madre iglesia y malogró la semilla, sembrada en Yarumal, de un obispo célebre o de algún prestigioso purpurado probablemente, quien lo puede intuir, quizá hasta que un “papabile” o “preferiti”, pero en cambio ganó para la Policía Nacional y los colombianos, un ser humano único, poseedor de un sutil e inagotable sentido del humor, señor de la tolerancia y las buenas maneras, quien, aún en los momentos más turbulentos que debió superar durante su desempeño como Director General de la Policía Nacional, nunca perdió el rumbo, siempre orientado hacia el progreso y mejor vivir de sus dirigidos.

Nunca un ceño fruncido, jamás una procacidad, un gesto o una palabra brusca, siempre impulsado y apoyado en el amor de Rosarito y su familia y afianzado en el acatamiento, el afecto y el respeto de sus subalternos, fue siempre duelo del tino, el tono y la amable disposición de un buen padre de familia. Es decir, un gran policía, uno amasado con sangre de poeta, de maestro y de amigo. En fin, un General, un colega y un amigo, irrepetible.

Señor General Miguel Antonio Gómez Padilla, director emérito de Nuestra Policía Nacional de Colombia, sus colegas de esta noble academia colombiana de historia policial, al lado de todos los policías de Colombia y sus buenos ciudadanos, imploramos que el Todopoderoso lo conserve siempre así, saludable, optimista, amable, sonriente y bien dispuesto, tal como lo hemos conocido durante toda nuestra vida institucional. Apreciados colegas de la Academia Colombiana de Historia Policial, queridos amigos y miembros de este respetado auditorio, por su tolerancia y generosa atención, muchas gracias.

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